Guaduas se ganó su lugar en la historia
El novelista Santiago Gamboa visitó la ciudad de su infancia y esto escribió sobre ella.
Por: SANTIAGO GAMBOA | 12:14 p.m. | 7 de octubre de 2015 En Guaduas se pueden apreciar excelentes muestras de la arquitectura colonial colombiana, como la Casa Museo de Artes y Tradiciones Patio del Moro.
Foto: Filiberto Pinzón / EL TIEMPO
En Guaduas se pueden apreciar excelentes muestras de la arquitectura colonial colombiana, como la Casa Museo de Artes y Tradiciones Patio del Moro.
Volver a Guaduas es como hacer un largo viaje hacia mi infancia y adolescencia, un regreso sentimental a la década de los setenta, cuando iba con mis padres a una finca familiar prácticamente todos los fines de semana, lo que quiere decir que también crecí y me formé entre esas ceibas, cafetales y árboles de guama. Allá aprendí a nadar y a pescar. También, a montar a caballo, cazar cangrejos y reconocer culebras, sobre todo la temible talla x. Pero hacía ya más de veinte años que no iba, y por eso estaba ansioso.
La vía de salida de Bogotá ya no es la misma, pues ahora se va por La Vega, pero a partir de Villeta sí pude reconocer cada curva, las solitarias tiendas a la orilla de la carretera y los lavaderos de tractomulas, con su artesanal sistema de duchas para camiones, hechas con guadua y frascos plásticos recortados. El olor de la tierra templada es todavía el mismo. En los paraderos se venden almuerzos, gaseosas y cerveza; también panela, mandarinas, piñas y achiras.
El alto del Trigo me impresionó. Recordaba un caserío con algunos comederos y tiendas, pero hoy es una enorme estación de descanso para choferes fatigados que incluye hoteles y un parqueadero donde caben un centenar de camiones. Por ahí pasan en los dos sentidos. Los que vienen de Medellín y Barranquilla, cargados de mercancía para Bogotá, y los carrotanques del petróleo que suben del Llano a la estación de bombeo de Guaduas, donde está el oleoducto.
Desde ese alto, hacia el occidente, se ve caer la cordillera en suaves pliegues verdes y formar, abajo, un plano. Ahí está la mancha blanca de Guaduas. Antes de llegar me detengo en el kilómetro 112. Ahí está la portada de nuestra vieja finca, Bogalusa, que aún es de mi familia pero que, como la casa Usher, se cae a pedazos. Los paramilitares de la región exigieron pagos que no quisimos hacer, así que la perdimos por más de dos décadas. Mejor eso que ser cómplice a la fuerza.
Me llené de ánimos para entrar. Allí estaba Orlando, el cuidandero, que sacó su llavero y abrió la casa. Muros derruidos y sucios. Techos abiertos, humedad. “¿Por qué está esto tan solo?”, pregunté, como en Pedro Páramo; él se alzó de hombros e imaginé que decía: “Son los tiempos, señor”. Aún quedaban algunos estantes con viejas revistas Vanidades, algo de loza e instrumentos de veterinaria. Creí escuchar mis propios gritos de niño, correteando por ahí con mi hermano y mis primas. Luego caminé por la derruida terraza en la que, a los quince años, leí El reino de este mundo, de Carpentier.
Llegó una punzada de tristeza así que seguí hacia el pueblo, tres kilómetros más abajo, un paseo que, en vacaciones, hacíamos a pie, por el viejo Camino Real que va de Honda hasta Bogotá y por el que subieron a la capital virreyes, funcionarios y mercaderes españoles durante varios siglos.
Qué emoción volver a la plaza y ver que la bizcochería El Néctar y la hostería Colonial aún existen en sus casonas antiguas, de muros blancos encalados y tejas de barro. A pesar del bullicio de las motos y que algunos carros la usan de parqueadero, esa plaza sigue siendo la misma que pintó el acuarelista inglés Edward W. Mark en 1853 y que hoy podemos ver en los billetes de diez mil pesos. Décadas antes, el día de año nuevo, se ponía un andamio de guadua en el centro de la plaza con fuegos pirotécnicos. Le decían el “castillo” y se encendía a medianoche, provocando un efecto que, a principios de los años setenta, parecía realmente sobrenatural. A esa hora se abrían también las puertas de la iglesia, que tiene la dignidad de ser catedral, para la misa de gallo.
La plaza que pintó el inglés Edward W. Mark en 1853 y que se ve en los billetes de 10.000. Archivo / EL TIEMPO
Yo lo veía todo desde nuestra mesa en la Hostería Colonial, con mis padres y abuelos, siempre con una pizca de nervios por el excesivo jolgorio, los gritos y el olor a pólvora. Ya había habido peleas entre campesinos borrachos, a machete limpio, en las tiendas y cafetines del sector norte de la plaza. Al frente, en la esquina occidental, sobrevive la antigua casa de los Virreyes, intacta. Ahí funciona la biblioteca de la Fundación Antonio Romero Guzmán, y Claudia, la bibliotecaria, me muestra los libros y los viejos sillones de lectura, a la sombra de ese bonito patio colonial. En esa casa nació, en 1800, don Joaquín Acosta, nombrado subteniente del batallón de Cazadores de Nueva Granada por el propio Simón Bolívar a los 19 años y, sobre todo, padre de Soledad Acosta de Samper, la escritora más interesante del siglo XIX, esposa de José María Samper, a quien conoció aquí, en Guaduas, durante unas fiestas.
La historia de Colombia pasó a raudales por el pueblo. Desde los indios panches, furibundos guerreros, hasta las emperifolladas carrozas virreinales que subían a Santa Fe de Bogotá desde el puerto del río Magdalena. La villa de Guaduas, con su amable temperatura, era el sitio ideal para hacer un alto en el camino antes de treparse a las cumbres de la cordillera. Por su clima fértil fue que luego, en la expedición botánica, se experimentó con éxito el cultivo del níspero, originario de China y Japón.
Subiendo por el lado de El Néctar está el convento de la Soledad, donde hoy funciona la alcaldía. Lo encuentro cerrado, pero el azar me reúne con Fernando Arturo Rojas, guía especializado, quien me cuenta la historia del claustro de suelos empedrados y patio colonial. La fundación definitiva de Guaduas se debió a este convento, en 1610, y por eso es la edificación más antigua. Todo creció en torno a ella. Un poco más arriba, siempre por el Camino Real de mi infancia, bordeando la quebrada en la que corrí y salté de piedra en piedra, está el monumento al líder comunero José Antonio Galán, rebelde contra el poder de España y condenado en 1781. Su sentencia está en una placa, en la plaza: “Condenamos a José Antonio Galán a que sea sacado de la cárcel, arrastrado y llevado al lugar del suplicio, puesto en la horca hasta cuando naturalmente muera; que, bajado, se le corte la cabeza, se divida su cuerpo en cuatro partes y pasado por las llamas (…); su cabeza será conducida a Guaduas, teatro de sus escandalosos insultos; la mano derecha puesta en la plaza del Socorro, la izquierda en la villa de San Gil; el pie derecho en Charalá, lugar de su nacimiento, y el pie izquierdo en el lugar de Mogotes; declarada por infame su descendencia; asolada su casa y sembrada de sal, para que de esa manera se dé olvido a su infame nombre”.
Pero la más ilustre personalidad nacida en Guaduas, cuya estatua preside la plaza a merced de las palomas, es la joven patriota independentista Policarpa Salavarrieta. Su casa, a dos cuadras de ahí, es hoy un museo en restauración, aunque algunos objetos pueden verse expuestos en el colegio público. La heroica Pola, espía de los ejércitos libertadores, fue condenada a muerte por fusilamiento a los 21 años, en 1817. Esto pasó en la parte final del último virreinato, el de don Juan Sámano, que tenía fama de andar siempre muy nervioso. Tanto que la historia también le anotó los fusilamientos del sabio Caldas y Jorge Tadeo Lozano.
Policarpa, antes de morir, dijo unas palabras que podrían haber sido repetidas en muchos momentos de nuestra Historia: “Miserable pueblo, yo os compadezco; ¡algún día tendréis más dignidad!” Pasando su casa está el mercado, en dirección a la carretera, y el pueblo, a pesar de que conserva su arquitectura colonial, se llena de comercios banales y ruidosos. Veo venir un viejo jeep Gaz 69 de pasajeros, con la parrilla del techo repleta de bultos, y luego un Carpati, algo más moderno. ¡Esto sí que es viajar al pasado! Vuelvo a la plaza y veo el atardecer detrás de las palmeras, desde la hostería Colonial.
Mañana iré a comer viudo de bagre o de capaz al Magdalena, al lado del puente, en el hervidero de Puerto Bogotá. Es el confín del municipio. Y tal vez pueda decir, imitando esa novela de Daphne du Maurier, Rebecca: “Anoche soñé que volvía a Guaduas”.
SANTIAGO GAMBOA*
Escritor. Ha publicado 11 novelas, dos libros de viajes y miles de páginas de periodismo. Su más reciente novela es ‘Una casa en Bogotá’.
*Este es un proyecto de Fontur, el Hay Festival y EL TIEMPO
http://www.eltiempo.com/colombia/otras-ciudades/recorrido-por-guaduas-colombia/16395781
Cordialmente
GUSTAVO TENECHE
Empresario, Constructor y Diseñador en guadua.
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