Varios hombres enfrentan los riesgos de la naturaleza para llevar electricidad a lugares aislados.
Un gran muro de vegetación casi impenetrable. Vastos cañones sin ventilación en donde el aire y la humedad parecen atascados por milenios. Y una conferencia permanente de pájaros. Allí, entre las provincias de Rionegro y Tequendama (Cundinamarca), un temporal deja caer un promedio de 18 mil truenos. Rayos que explotan los transformadores como minas activadas a destiempo. En ese mismo lugar, el verano tiene una sola oportunidad de ser nombrado: 20 días sin lluvia. (Vea en imágenes: La travesía de llevar luz a los rincones de Colombia).
El clima cambia con una prisa endiablada. Del bosque brotan hilos de agua que al cabo ya son pequeños arroyos. En aquella atmósfera opresiva, una cuadrilla de hombres se enfrenta a diario con una naturaleza dispuesta a liquidar la minúscula existencia de cualquiera que se atreva a desafiarla. Los grupos, conformados por 5 personas (1 líder de cuadrilla y 4 ayudantes) son los encargados de llevar la electricidad a los lugares más aislados de Cundinamarca.
Como Prometeo o como Sísifo, parece que pagaran un castigo mitológico: atravesar la selva cargando al hombro los postes (cuyo peso está entre 135 y 270 kilogramos) y los transformadores (entre los 85 y 320 kg). Además de cables, viguetas, piedras y crucetas. Todo para llegar, después de varias horas de trayecto, hasta pequeños ranchos donde apenas se pagan 5 mil pesos al mes de luz y donde todavía se cocina con leña. Y esperar, con resignación, a que las tormentas acaben a los pocos días con su obra.
"Cuando llaman a reportar un daño lo que más les preocupa, irónicamente, es que no pueden cargar su celular. En Yacopí, por ejemplo, todavía existen lugares a los que no ha llegado la luz", dice Mario Anzola, supervisor de Codensa, empresa encargada de estos trabajos.
Entre insectos, tranzando abismos metidos en los trajes asfixiantes que se exigen por seguridad, la brigada debe cruzar cuevas y pantanos, enfrentar víboras y "arañas del tamaño de una mano", como dice Mario mientras articula sus dedos como si dibujara las patas de una tarántula. En algunos casos, incluso llegan a instalar un cable (parecido a un dosel, a un canopy) entre cumbres para poder pasar el poste, suspendido entre poleas, hasta la otra cara de la montaña.
Caminan, a veces, con la carga durante un día completo, duermen donde los coja la noche. Una metáfora se puede aventurar para comparar uno de los muchos pasos de su labor: doblar en pleno monte con un poste al hombro es como tomar un retorno en un TransMilenio sin fuelle. Reversa. Adelante. Una y otra vez. No todo es esfuerzo físico. Se necesita también concentración. Un paso en falso puede terminar siendo fatal.
Las estaciones frecuentes son trapiches o cabañas abandonadas. Pero como la distribución de los planos es asimétrica, pues entre uno y otro puede haber dos horas de viaje, el descanso no tiene tiempos definidos. Se sabe que ha llegado la pausa por el grito de cansancio o de liberación que sueltan en cada descarga aleatoria.
"Uno vive más con los compañeros que con la esposa", cuenta Guillermo Useche, el cuadrillero.
Desde cualquier punto de las montañas, se pueden ver los guaduales señalando los caminos del agua. La guadua, esa maravilla de la naturaleza, lo es todo en este lugar: se usa para levantar casas, como viga ("La guadua ni siquiera es sismorresistente sino sismoindiferente", como dice el arquitecto Simón Vélez). Con ella se canaliza el agua, se forman los sostenes para transportar los transformadores. Con ella se hacen vasos y hasta sillas. El entorno ofrece materiales tan flexibles que mantienen vivo el vínculo de gratitud con la tierra.
Muchas veces cuando todavía la noche no se ha separado del amanecer, la cuadrilla ya está cruzando los caminos de herradura, hoy libres de toda violencia. Pero en Colombia es como si todos los pasajes escondidos fueran, hubieran sido siempre las rutas del conflicto.
Durante mucho tiempo se creyó que aquellas tierras remotas, en apariencia inaccesibles, ya no volverían a ser pobladas. Hace muchos años, Germán, que atendía las emergencias, vivió los días del pueblo fantasma: casas abandonadas que se tragaba la maleza como a ruinas vivientes. Pocas luces iluminando el paisaje. Eran los vestigios de la guerra.
El frente 22 y el Policarpa, apropiados del sector en ese entonces, lo llamaban cada tanto para que les restableciera el servicio. "Yo no voy, yo sé que eso está minado", respondía Germán. Y entonces le mandaban un guía que lo condujera hasta el campamento por los senderos anteriormente mapeados.
Hoy en día, con el restablecimiento del orden, los rostros curtidos por el silencio y el trabajo, entre barrancos, vuelven a asomar.
Su agradecimiento, al ver llegar la cuadrilla, es tal vez la única recompensa de una labor al margen de toda imaginación. "Esto es la propia selva, la pura serranía en la cordillera. ¿Guarapo para quién?", pregunta, hospitalario, uno de los beneficiados de esta jornada en la vereda Alpujarra, en Las Palmas.
"Esto no es nada, un paseo para nosotros. Hay lugares mucho más duros con terrenos más difíciles", dice José Dumar Chávez, uno de los miembros de la cuadrilla que en las noches es sastre.
Allí, en la soledad de los senderos, las naranjas se pudren en el suelo. Las moscas sobrevuelan la abundancia. La exigua luz de los bombillos ilumina intermitente.
SANTIAGO GÓMEZ LEMA
Redactor de EL TIEMPO
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